Los primeros dos talibanes que me he encontrado nada más entrar en Afganistán no llevaban turbante. Muy jóvenes —a uno de ellos apenas le empezaba a salir la barba—, parecían no dar crédito a su propio papel como cancerberos del Emirato Islámico. Sus uniformes de faena parecían más un pijama, pero los kaláshnikov que les colgaban del hombro solventaban la duda. Cuando hace 20 años crucé por primera vez esta frontera, Estados Unidos acaba de bombardear a los talibanes fuera del poder y nadie se preocupaba de pedir el pasaporte. Hoy los islamistas preguntan, miran y vuelven a preguntar, pero tampoco sellan el documento.
En realidad, el filtro se ha pasado antes, del lado paquistaní. Unos largos pasillos cerrados por alambradas conducen luego a Afganistán (y viceversa). Previstos para un tránsito habitual de 10.000 personas en cada dirección, impresiona encontrarlos vacíos. Apenas cruzan familias en sentido contrario.